Colección de reseñas LRV
1.-Recuerdos de un viaje de Barbastro a Valparaíso por Nicasio Ezquerra
Valparaíso. Imprenta y librería Europea de Nicasio Ezquerra, 1869.
(Folletos varios, vol. 42, LRV)
Se trata de un folleto de 30 páginas dedicado por el autor a sus padres y que, curiosamente, en la página 5, trae pegada una fotografía tamaño carné de, suponemos, el autor. El poblado rural de Barbastro se encuentra en el noreste de España, cerca de la ciudad de Huesca. El viaje se inició en agosto de 1852 –Nicasio tenía entonces 19 años-, luego de una invitación de su primo Pascual para viajar a América y encontrarse con él. El recorrido por tierra lo llevó a cruzar los Pirineos y, luego de alojar en distintas ciudades, llegó en septiembre a la ciudad francesa de Burdeos. Finalmente, zarpó en el “Alexandre” el 26 de septiembre desde el puerto de Pollac. Por las descripciones que realiza, Nicasio experimentó verdaderos arrebatos místicos presenciando amaneceres y atardeceres en el Océano Atlántico, que lo llevaron a escribir reflexiones del estilo: “¡Oh Dios mío! Vuestra sabiduría y vuestro poder son infinitos... solo allí empecé a conocer la nada del ser humano, solo allí pude comprender la pequeñez del hombre, en presencia de tantas maravillas.”
Asimismo, manifiesta su pavor ante las fuerzas desatadas de la naturaleza que le toca presenciar, no sin riesgo para la nave cuyas velas eran sacudidas sin misericordia: “No es exajeración. Unas como montañas de agua se elevaban a uno y otro lado del buque y hacían que este sirviera de juguete, y cuando el huracán se presentaba con toda su fuerza, la agitación producida en el agua hacía que las olas se llenasen de espuma, demostrando así toda la furia de que era capaz...” La fauna de los mares australes también escoltaba al “Alexandre”, como relata Nicasio el 19 de diciembre: “El domingo 19, a las doce y cuarto del día, dos columnas de agua que se elevaban sobre su superficie, llaman nuestra atención. Desaparecían para volverlas a ver más de cerca como si la Providencia las hiciera marchar al lugar donde nos encontrábamos. Eran dos ballenas las que las producían...”
Durante la Navidad de aquel 1852 el barco cruzaba el Cabo de Hornos sin mayores inconvenientes. Nicasio relata cómo los marinos cazaban pájaros-niño, una treintena, para luego fabricar sacos para tabaco con las patas de las aves una vez secas. Sin embargo, a la altura de Chiloé, una tempestad descomunal, la peor de todo el viaje puso en serios aprietos a la tripulación. El buque perdió varias velas, rajadas por el viento. Nicasio relata la urgencia del capitán por deshacerse de parte de la carga para evitar un naufragio, en ese minuto, inevitable. Nicasio oraba en silencio entregándose a la voluntad divina y pensando en el profundo dolor que la noticia causaría a su madre, sola allá en Barbastro. La tormenta se fue tan rápido como llegó. El 8 de enero el “Alexandre” se disponía a entrar a la bahía de Valparaíso. Nicasio soñaba, según relata, con un puerto saturado de vegetación y flores –en virtud de su nombre- que lo recibiría como consuelo ante el rigor experimentado durante los pasados tres meses. Sin embargo, la imagen lo decepcionó: “Los cerros áridos y desiguales y en forma de peldaños, que sostienen infinidad de casas de aspecto poco pintoresco... contribuyen para que el recién llegado se desimpresione y desmaye.”
No obstante ello, Nicasio prosperó dignamente, ya que para la fecha en que escribió estos recuerdos, junio de 1869, ya contaba con la imprenta y librería “Europea” en Valparaíso y sucursales en Santiago y Copiapó.
Valparaíso. Imprenta y librería Europea de Nicasio Ezquerra, 1869.
(Folletos varios, vol. 42, LRV)
Se trata de un folleto de 30 páginas dedicado por el autor a sus padres y que, curiosamente, en la página 5, trae pegada una fotografía tamaño carné de, suponemos, el autor. El poblado rural de Barbastro se encuentra en el noreste de España, cerca de la ciudad de Huesca. El viaje se inició en agosto de 1852 –Nicasio tenía entonces 19 años-, luego de una invitación de su primo Pascual para viajar a América y encontrarse con él. El recorrido por tierra lo llevó a cruzar los Pirineos y, luego de alojar en distintas ciudades, llegó en septiembre a la ciudad francesa de Burdeos. Finalmente, zarpó en el “Alexandre” el 26 de septiembre desde el puerto de Pollac. Por las descripciones que realiza, Nicasio experimentó verdaderos arrebatos místicos presenciando amaneceres y atardeceres en el Océano Atlántico, que lo llevaron a escribir reflexiones del estilo: “¡Oh Dios mío! Vuestra sabiduría y vuestro poder son infinitos... solo allí empecé a conocer la nada del ser humano, solo allí pude comprender la pequeñez del hombre, en presencia de tantas maravillas.”
Asimismo, manifiesta su pavor ante las fuerzas desatadas de la naturaleza que le toca presenciar, no sin riesgo para la nave cuyas velas eran sacudidas sin misericordia: “No es exajeración. Unas como montañas de agua se elevaban a uno y otro lado del buque y hacían que este sirviera de juguete, y cuando el huracán se presentaba con toda su fuerza, la agitación producida en el agua hacía que las olas se llenasen de espuma, demostrando así toda la furia de que era capaz...” La fauna de los mares australes también escoltaba al “Alexandre”, como relata Nicasio el 19 de diciembre: “El domingo 19, a las doce y cuarto del día, dos columnas de agua que se elevaban sobre su superficie, llaman nuestra atención. Desaparecían para volverlas a ver más de cerca como si la Providencia las hiciera marchar al lugar donde nos encontrábamos. Eran dos ballenas las que las producían...”
Durante la Navidad de aquel 1852 el barco cruzaba el Cabo de Hornos sin mayores inconvenientes. Nicasio relata cómo los marinos cazaban pájaros-niño, una treintena, para luego fabricar sacos para tabaco con las patas de las aves una vez secas. Sin embargo, a la altura de Chiloé, una tempestad descomunal, la peor de todo el viaje puso en serios aprietos a la tripulación. El buque perdió varias velas, rajadas por el viento. Nicasio relata la urgencia del capitán por deshacerse de parte de la carga para evitar un naufragio, en ese minuto, inevitable. Nicasio oraba en silencio entregándose a la voluntad divina y pensando en el profundo dolor que la noticia causaría a su madre, sola allá en Barbastro. La tormenta se fue tan rápido como llegó. El 8 de enero el “Alexandre” se disponía a entrar a la bahía de Valparaíso. Nicasio soñaba, según relata, con un puerto saturado de vegetación y flores –en virtud de su nombre- que lo recibiría como consuelo ante el rigor experimentado durante los pasados tres meses. Sin embargo, la imagen lo decepcionó: “Los cerros áridos y desiguales y en forma de peldaños, que sostienen infinidad de casas de aspecto poco pintoresco... contribuyen para que el recién llegado se desimpresione y desmaye.”
No obstante ello, Nicasio prosperó dignamente, ya que para la fecha en que escribió estos recuerdos, junio de 1869, ya contaba con la imprenta y librería “Europea” en Valparaíso y sucursales en Santiago y Copiapó.
2.- Almanaque chileno para el año 1869 para la provincia de Santiago publicado por Nicasio Ezquerra. Revisado en su parte relijiosa por el cura foráneo de la iglesia Matriz de Valparaíso, D. Mariano Casanova.
Se halla a venta en la Librería Europea de Nicasio Ezquerra
Imprenta de la Patria. (Colección Folletos vol 42 LRV)
Don Nicasio Ezquerra llegó a Valparaíso a mediados del siglo XIX procedente de España, de la localidad de Barbastro. Dichos antecedentes se encuentran en otra reseña de esta serie.* En la portada de la publicación se advierte que la información religiosa fue revisada por don Mariano Casanova, por la época designado cura y vicario foráneo de Valparaíso por el Arzobispo de Santiago Rafael Valentín Valdivieso y al cual reemplazaría como jefe de la Iglesia chilena a partir de 1886. El Almanaque parte indicando el año que corresponde de acuerdo a distintas cronologías. Por ej., 1869 corresponde al año 5.873 de la creación del mundo según el texto hebreo; al 2.622 de la era de Nabucodonosor; al 1.247 del cómputo de los Turcos, etc. Luego, el texto recorre todos los meses del año, señalando día a día la fiesta religiosa que corresponde, la hora en que sale y se pone el sol y el período lunar respectivo.
Luego, el Almanaque describe una Guía Jeneral de la República en que describe al gobierno de Chile como “popular, representativo, porque la soberanía reside esencialmente en la Nación, que delega su ejercicio en 3 poderes principales que son: Legislativo, Ejecutivo y Judicial.” Luego menciona a las autoridades de dichos poderes y sigue con el Gobierno Eclesiástico y sus autoridades religiosas, encabezada por el Arzobispo Valdivieso; la Iglesia Metropolitana, el cabildo eclesiástico y los obispados de La Serena, Concepción y Ancud. Enseguida, viene la Guía Jeneral de Santiago, con los Párrocos de los curatos de la provincia y las Iglesias y Conventos (Catedral, Convento de San Agustín, de Santo Domingo, de San Francisco, Iglesia de la Merced, etc.) de la ciudad con sus agendas de actividades diarias, entre ellas, las Indulgencias que pueden ganarse. Por ej. el 25 de agosto: “San Luis, rei de francia, confesor de la tercera órden. Indulgencia plenaria que pueden ganar los fieles solo en las iglesias franciscanas. Mas, en las de las relijiosas, estas solas y sus domésticas pueden lograrla, según el decreto de Benedicto XIV en 17 de marzo de 1755.”
A continuación se menciona la Intendencia de Santiago, los diferentes juzgados, notarios y procuradores culminando con un listado de “Personas que prestan servicios al público” y que registra 180 abogados. Luego, el “Tribunal de Protomedicato”, en que se registran protomedicos y médicos, con su respectiva dirección: “don Guillermo Blest, Cañada frente a las Claras”. Luego, lo mismo con las matronas de la ciudad; los Sangradores y las Boticas. El Almanaque de 1869 prosigue con un listado de Establecimientos de Beneficencia y las tarifas a pagar por sepulturas: “Por la conducción de un cadáver de cualquiera de los curatos de la capital en el carro de primera clase, 12 pesos (...) Por la misma en el de cuarta para los pobres de solemnidad, un peso.”
Luego, el Almanaque consigna los Bancos, el Directorio General de Bombas (bomberos) y dos cargos relevantes: el Censor de Libros, labor ejercida por don Ramón Briseño, el insigne bibliógrafo y por ese entonces, además, bibliotecario de la Biblioteca Nacional y Director de los Anales de la Universidad de Chile. El otro cargo es el de Censor de Piezas Dramáticas, cuyo titular era don Miguel Luis Amunátegui, el destacado historiador.
A continuación, se registran en el Almanaque los establecimientos científicos, literarios y artísticos, encabezados por la Universidad y su rector don Ignacio Domeyko. Le sigue el Museo Nacional cuyo director era don Rodulfo A. Philippi, la Biblioteca Nacional, dirigida por don Diego Barros Arana, también rector del Instituto Nacional. Luego se consignan las escuelas públicas elementales para niños y niñas y los colegios particulares, encabezados por el San Ignacio de la Compañía de Jesús.
Finaliza el Almanaque con un listado de los Agrimensores de la ciudad y los aranceles judiciales.
* Recuerdos de un viaje de Barbastro a Valparaíso por Nicasio Ezquerra Valparaíso. Imprenta y librería Europea de Nicasio Ezquerra, 1869. (Folletos varios, vol. 42, LRV)
Se halla a venta en la Librería Europea de Nicasio Ezquerra
Imprenta de la Patria. (Colección Folletos vol 42 LRV)
Don Nicasio Ezquerra llegó a Valparaíso a mediados del siglo XIX procedente de España, de la localidad de Barbastro. Dichos antecedentes se encuentran en otra reseña de esta serie.* En la portada de la publicación se advierte que la información religiosa fue revisada por don Mariano Casanova, por la época designado cura y vicario foráneo de Valparaíso por el Arzobispo de Santiago Rafael Valentín Valdivieso y al cual reemplazaría como jefe de la Iglesia chilena a partir de 1886. El Almanaque parte indicando el año que corresponde de acuerdo a distintas cronologías. Por ej., 1869 corresponde al año 5.873 de la creación del mundo según el texto hebreo; al 2.622 de la era de Nabucodonosor; al 1.247 del cómputo de los Turcos, etc. Luego, el texto recorre todos los meses del año, señalando día a día la fiesta religiosa que corresponde, la hora en que sale y se pone el sol y el período lunar respectivo.
Luego, el Almanaque describe una Guía Jeneral de la República en que describe al gobierno de Chile como “popular, representativo, porque la soberanía reside esencialmente en la Nación, que delega su ejercicio en 3 poderes principales que son: Legislativo, Ejecutivo y Judicial.” Luego menciona a las autoridades de dichos poderes y sigue con el Gobierno Eclesiástico y sus autoridades religiosas, encabezada por el Arzobispo Valdivieso; la Iglesia Metropolitana, el cabildo eclesiástico y los obispados de La Serena, Concepción y Ancud. Enseguida, viene la Guía Jeneral de Santiago, con los Párrocos de los curatos de la provincia y las Iglesias y Conventos (Catedral, Convento de San Agustín, de Santo Domingo, de San Francisco, Iglesia de la Merced, etc.) de la ciudad con sus agendas de actividades diarias, entre ellas, las Indulgencias que pueden ganarse. Por ej. el 25 de agosto: “San Luis, rei de francia, confesor de la tercera órden. Indulgencia plenaria que pueden ganar los fieles solo en las iglesias franciscanas. Mas, en las de las relijiosas, estas solas y sus domésticas pueden lograrla, según el decreto de Benedicto XIV en 17 de marzo de 1755.”
A continuación se menciona la Intendencia de Santiago, los diferentes juzgados, notarios y procuradores culminando con un listado de “Personas que prestan servicios al público” y que registra 180 abogados. Luego, el “Tribunal de Protomedicato”, en que se registran protomedicos y médicos, con su respectiva dirección: “don Guillermo Blest, Cañada frente a las Claras”. Luego, lo mismo con las matronas de la ciudad; los Sangradores y las Boticas. El Almanaque de 1869 prosigue con un listado de Establecimientos de Beneficencia y las tarifas a pagar por sepulturas: “Por la conducción de un cadáver de cualquiera de los curatos de la capital en el carro de primera clase, 12 pesos (...) Por la misma en el de cuarta para los pobres de solemnidad, un peso.”
Luego, el Almanaque consigna los Bancos, el Directorio General de Bombas (bomberos) y dos cargos relevantes: el Censor de Libros, labor ejercida por don Ramón Briseño, el insigne bibliógrafo y por ese entonces, además, bibliotecario de la Biblioteca Nacional y Director de los Anales de la Universidad de Chile. El otro cargo es el de Censor de Piezas Dramáticas, cuyo titular era don Miguel Luis Amunátegui, el destacado historiador.
A continuación, se registran en el Almanaque los establecimientos científicos, literarios y artísticos, encabezados por la Universidad y su rector don Ignacio Domeyko. Le sigue el Museo Nacional cuyo director era don Rodulfo A. Philippi, la Biblioteca Nacional, dirigida por don Diego Barros Arana, también rector del Instituto Nacional. Luego se consignan las escuelas públicas elementales para niños y niñas y los colegios particulares, encabezados por el San Ignacio de la Compañía de Jesús.
Finaliza el Almanaque con un listado de los Agrimensores de la ciudad y los aranceles judiciales.
* Recuerdos de un viaje de Barbastro a Valparaíso por Nicasio Ezquerra Valparaíso. Imprenta y librería Europea de Nicasio Ezquerra, 1869. (Folletos varios, vol. 42, LRV)
3.- Disquisiciones – Primeros almanaques publicados en Chile.
Aníbal Echeverría y Reyes
Stgo., Imprenta Nacional, 1889 (Folletos varios, vol. 30. LRV)
Aníbal Echeverría y Reyes
Stgo., Imprenta Nacional, 1889 (Folletos varios, vol. 30. LRV)
Este conjunto de ensayos abarca las 100 páginas, alcanzando la categoría de libro, pero se encuentra empastado como folleto. Los temas que Echeverría describe no tienen mayor relación entre sí (La lengua araucana, El puente de Cal y Canto, El cólera, etc.) constituyendo cada cual un texto autónomo. El que comentamos aquí, describe un tipo de documento o publicación muy útil como fuente para la investigación: el almanaque. Señala don Aníbal que los primeros almanaques –identificables como tales por la información contenida en ellos- provienen del antiguo Egipto, siglo XIII AC, como calendarios cronológicos con indicaciones de las principales estrellas. Asimismo los romanos tallaban en trozos de madera datos relacionados con las estaciones del año, las fiestas públicas, las constelaciones, etc.
En cuanto la etimología de la palabra, Echeverría cita a Calandrelli (Diccionario Filológico Comparado) según el cual, almanaque proviene del árabe al, el, y del nombre manakh, derivado del hebreo manah, repartir, distribuir, calcular. Agrega el autor, que antes de 1815, se usaban en Santiago folletos venidos de Buenos Aires llamados Almanak o Kalendario general diario de quartos de luna. El más antiguo conocido por Echeverría dataría de 1794 y contenía en 16 páginas un sumario de las principales épocas del año, fiestas movibles, días de indulgencias, eclipses y el calendario. Luego, sugiere que el primer almanaque publicado en Chile sería obra de José Camilo Gallardo -importante imprentero de la época- en 1815, denominado Almanak o Calendario y diario de los quartos de luna, según el meridiano de Santiago. En la portada venía un grabado que representaba los rayos solares y la luna en menguante. La única efeméride local que registraba este primer almanaque era la fecha de la fundación de Santiago, el 12 de febrero. Un dato interesante que añade Echeverría es que esta publicación no aparece en la Estadística Bibliográfica de Ramón Briseño. El Almanak siguió publicándose en los años siguientes, aunque ahora incluyendo información acorde las circunstancias. En el ejemplar de 1817 se lee –añade Echeverría- una original cita para el día 5 de octubre: “Conmemoración de la batalla de Rancagua, ganada contra los insurgentes por las reales armas de Nuestro Católico Monarca el I y 2 de este mes del año 1814, en cuyo día cayó esta festividad, y el 5 la entrada de las reales tropas en esta capital”. Más adelante, en el Almanak de 1821 ya se mencionaba el 18 de septiembre como el “aniversario de haber roto Chile las cadenas de la tiranía, instalando una junta gubernativa.”
Por último, don Aníbal menciona el Almanak Nacional para el Estado de Chile, publicado por don Juan Egaña en 1824 y lo califica como “uno de los repertorios más completos de los que han salido entre nosotros.” (...) “Contiene –agrega- cuanto dato útil es creíble, y en especial los límites, nombres y designaciones de los departamentos, delegaciones y distritos en que estaba dividida la República, sirviendo sus apuntes para la ley de 30 de agosto de 1826, que creó las ocho primitivas provincias chilenas.”
En cuanto la etimología de la palabra, Echeverría cita a Calandrelli (Diccionario Filológico Comparado) según el cual, almanaque proviene del árabe al, el, y del nombre manakh, derivado del hebreo manah, repartir, distribuir, calcular. Agrega el autor, que antes de 1815, se usaban en Santiago folletos venidos de Buenos Aires llamados Almanak o Kalendario general diario de quartos de luna. El más antiguo conocido por Echeverría dataría de 1794 y contenía en 16 páginas un sumario de las principales épocas del año, fiestas movibles, días de indulgencias, eclipses y el calendario. Luego, sugiere que el primer almanaque publicado en Chile sería obra de José Camilo Gallardo -importante imprentero de la época- en 1815, denominado Almanak o Calendario y diario de los quartos de luna, según el meridiano de Santiago. En la portada venía un grabado que representaba los rayos solares y la luna en menguante. La única efeméride local que registraba este primer almanaque era la fecha de la fundación de Santiago, el 12 de febrero. Un dato interesante que añade Echeverría es que esta publicación no aparece en la Estadística Bibliográfica de Ramón Briseño. El Almanak siguió publicándose en los años siguientes, aunque ahora incluyendo información acorde las circunstancias. En el ejemplar de 1817 se lee –añade Echeverría- una original cita para el día 5 de octubre: “Conmemoración de la batalla de Rancagua, ganada contra los insurgentes por las reales armas de Nuestro Católico Monarca el I y 2 de este mes del año 1814, en cuyo día cayó esta festividad, y el 5 la entrada de las reales tropas en esta capital”. Más adelante, en el Almanak de 1821 ya se mencionaba el 18 de septiembre como el “aniversario de haber roto Chile las cadenas de la tiranía, instalando una junta gubernativa.”
Por último, don Aníbal menciona el Almanak Nacional para el Estado de Chile, publicado por don Juan Egaña en 1824 y lo califica como “uno de los repertorios más completos de los que han salido entre nosotros.” (...) “Contiene –agrega- cuanto dato útil es creíble, y en especial los límites, nombres y designaciones de los departamentos, delegaciones y distritos en que estaba dividida la República, sirviendo sus apuntes para la ley de 30 de agosto de 1826, que creó las ocho primitivas provincias chilenas.”
4.- Los jugadores en Chile
Benjamín Vicuña Mackenna
Miscelánea, colección de artículos 1849-1872, tomo II
Parte el artículo don Benjamín exhortando acerca de los vicios y males que amenazan la sociedad por culpa del juego. Luego, ilustra cómo en hispanoamérica dicho hábito se ha expandido dondequiera que haya opulencia fácil y ociosa, “minas de plata, lavaderos de oro, capitales corrompidos”. En México fija el origen continental del vicio, con juegos de cartas como la “primera” y el “monte”, así lo describen viajeros y cronistas coloniales como Humboldt que estuvo por aquellas latitudes en 1845. Hace don Benjamín un parangón entre la corrupta afición a los juegos de azar, encabezada por las más altas autoridades políticas y militares mexicanas y la fracasada guerra con los Estados Unidos, campaña realizada “como se hacen las intrigas de la carpeta” de juegos: “El país fue subyugado, un tercio de su territorio fue vendido en 18 millones de pesos y México fue así perdido al juego, no en la guerra... Esto se comprende: la mayor parte de los jefes del ejército mexicano quedaron nadando en la opulencia...”
Respecto de Chile, don Benjamín señala a Chañarcillo, el rico mineral de plata del norte como la cuna del juego criollo, estableciéndose garitos en las salidas de la boca mina “como en los lavaderos de California”, expandiéndose con avidez los tahúres por la costa hasta el mismo Valparaíso. En Santiago, el juego se practicaba en ciertos círculos, más por ociosidad y tono que por pasión viciosa... hasta que los precios agrícolas suben y las ganancias se multiplican, potenciándose la ociosidad y entonces “el ave de rapiña sedienta de oro, deja las broceadas labores de Copiapó y penetra en los suntuosos estrados de Santiago donde establecen un imperio absoluto.” Denuncia además, don Benjamín, la hipocresía de su sociedad que apunta con el dedo al “mozo perdido”, habituado a lupanares y vida disipada... hasta que en una vuelta de la suerte gana dinero en el juego, entonces las residencias se le abren, las manos que antes le sancionaban ahora le saludan y la “bondadosa pero indiscreta sociedad femenina lo acepta y lo perdona también...” Pero el vicio es transversal, juegan capitalistas y magistrados, estudiantes y dependientes de mostrador, así como abundan todo tipo de garitos: elegantes y reservados, garitos de hoteles y de “salón de solteros”, garitos tenebrosos de jugadores avezados y perseguidos... “Entreabrid en la medianoche la puerta de un garito: vais a asomaros al infierno. Varios grupos se diseñan a la luz casi extinguida de las lámparas; todas las cabezas están encorvadas, los ojos parecen arrancarse de sus órbitas... No sería una exageración decir que no hay en todo el país menos e ocho a diez millones de pesos que no tienen otra circulación que la carpeta. Y que así se acabe la usura, progrese la industria y se organice el crédito!” En Europa, sostiene don Benjamín, “las casas de juego abundan en Baden-Baden y otras ciudades ribereñas del Rhin pero la diferencia es que los jugadores son considerados meros tahúres y no tienen más rol e importancia social que la de un simple habitué de tripot, esto es, un gandul de garito.”
Miscelánea, colección de artículos 1849-1872, tomo II
Parte el artículo don Benjamín exhortando acerca de los vicios y males que amenazan la sociedad por culpa del juego. Luego, ilustra cómo en hispanoamérica dicho hábito se ha expandido dondequiera que haya opulencia fácil y ociosa, “minas de plata, lavaderos de oro, capitales corrompidos”. En México fija el origen continental del vicio, con juegos de cartas como la “primera” y el “monte”, así lo describen viajeros y cronistas coloniales como Humboldt que estuvo por aquellas latitudes en 1845. Hace don Benjamín un parangón entre la corrupta afición a los juegos de azar, encabezada por las más altas autoridades políticas y militares mexicanas y la fracasada guerra con los Estados Unidos, campaña realizada “como se hacen las intrigas de la carpeta” de juegos: “El país fue subyugado, un tercio de su territorio fue vendido en 18 millones de pesos y México fue así perdido al juego, no en la guerra... Esto se comprende: la mayor parte de los jefes del ejército mexicano quedaron nadando en la opulencia...”
Respecto de Chile, don Benjamín señala a Chañarcillo, el rico mineral de plata del norte como la cuna del juego criollo, estableciéndose garitos en las salidas de la boca mina “como en los lavaderos de California”, expandiéndose con avidez los tahúres por la costa hasta el mismo Valparaíso. En Santiago, el juego se practicaba en ciertos círculos, más por ociosidad y tono que por pasión viciosa... hasta que los precios agrícolas suben y las ganancias se multiplican, potenciándose la ociosidad y entonces “el ave de rapiña sedienta de oro, deja las broceadas labores de Copiapó y penetra en los suntuosos estrados de Santiago donde establecen un imperio absoluto.” Denuncia además, don Benjamín, la hipocresía de su sociedad que apunta con el dedo al “mozo perdido”, habituado a lupanares y vida disipada... hasta que en una vuelta de la suerte gana dinero en el juego, entonces las residencias se le abren, las manos que antes le sancionaban ahora le saludan y la “bondadosa pero indiscreta sociedad femenina lo acepta y lo perdona también...” Pero el vicio es transversal, juegan capitalistas y magistrados, estudiantes y dependientes de mostrador, así como abundan todo tipo de garitos: elegantes y reservados, garitos de hoteles y de “salón de solteros”, garitos tenebrosos de jugadores avezados y perseguidos... “Entreabrid en la medianoche la puerta de un garito: vais a asomaros al infierno. Varios grupos se diseñan a la luz casi extinguida de las lámparas; todas las cabezas están encorvadas, los ojos parecen arrancarse de sus órbitas... No sería una exageración decir que no hay en todo el país menos e ocho a diez millones de pesos que no tienen otra circulación que la carpeta. Y que así se acabe la usura, progrese la industria y se organice el crédito!” En Europa, sostiene don Benjamín, “las casas de juego abundan en Baden-Baden y otras ciudades ribereñas del Rhin pero la diferencia es que los jugadores son considerados meros tahúres y no tienen más rol e importancia social que la de un simple habitué de tripot, esto es, un gandul de garito.”
Finalmente, don Benjamín advierte acerca del remedio para poner fin a la depravación y derroche. Al “gandul de garito” la mano de la policía. Pero al jugador en grande, que tiene un nombre en la sociedad, una gran familia y poder e influencia, no hay policía que le arreste. Es la sociedad misma la que debe denunciarlo y castigarlo con el desprecio y el horror.
5.- Reseña histórica del Templo de la Compañía
Benjamín Vicuña Mackenna.
Miscelánea. Colección de artículos. 1849-1872. Tomo II. Imprenta de la librería del Mercurio, 1872. Colección LRV.
Aunque no se señala la fecha del artículo, por los antecedentes que presenta don Benjamín, fue escrito para el diario El Mercurio de Valparaíso luego del incendio de 1863.
Un par de años después de la llegada de la Compañía a Chile en 1593, señala don Benjamín, los fieles, los religiosos y un par de caritativos y piadosos capitanes –Briseño y Torquemada- reunieron los recursos para levantar un templo en la manzana poniente subsiguiente a la Plaza de armas. Treinta y seis años duraron los trabajos para levantar este templo, “el mejor de Chile” según don Benjamín. Cita al cronista Olivares describiendo la obra: “y se levantó una iglesia de cal y canto muy capaz y honrosa, cubierta con cinco paños, llena toda de artesones, primorosamente dispuestos. La capilla mayor quedó con mucha capacidad, se levantó sobre cuatro robustas y bien proporcionadas columnas y cuatro arcos torales; se cubrió con una media naranja de madera, bien enlazada y ajustada, y firme, al parecer de todos.” Este templo fue destruido por el terremoto del 13 de mayo de 1627. Tomaría a los jesuitas gran parte de la segunda mitad del siglo XVII reedificar un nuevo templo en el mismo lugar. Este nuevo templo fue casi demolido por el terremoto de julio de 1730 sufriendo comprometedores daños sus muros, sus arcos, la fachada principal, así como la torre. Según don Benjamín, los jesuitas se limitaron a reparar los daños y no levantaron un nuevo templo: “Habiendo quedado trizados o deshechos la mayor parte de los arcos de las dos naves laterales, se reforzaron estos con murallas transversales... De aquí salió la serie de estrechas y deslucidas capillas oscuras que formaban las naves de los costados, arrebatando a la iglesia su espacio, su simetría y junto con la perspectiva, la vista a los fieles...” Desde entonces, señala don Benjamín, la Iglesia de la Compañía quedó convertida en una “ruina disfrazada”, con muros fracturados por los terremotos y construcciones posteriores que vinieron sólo a afear el conjunto. Hay que considerar que algunos años después de aquel terremoto de 1730, en 1767, la Compañía de Jesús fue expulsada de América por el monarca Carlos III. Desde entonces la Iglesia de la Compañía quedó como un monumento solitario de horfandad y duelo, según don Benjamín: “Decíase por el vulgo que sus moradores al tiempo de ser expulsados de su recinto, la habían maldecido y pedido al cielo que la destinara a grandes castigos. Ay! Lo que no era sino la voz de oscuros agoreros, la mano del Señor la ha convertido hoy en una tremenda profecía”.
A principios del siglo XIX la Iglesia de la Compañía volvió a congregar feligreses en masa, pero la desgracia nuevamente se ensañó con el templo, cuando el 31 de mayo de 1841 un incendio “redujo a escombros de maderos encendidos la iglesia que hoy no es sino un escombro de huesos humanos”. Según don Benjamín, luego de aquella catástrofe la feligresía se empeñó ardientemente en reconstruir el templo, reuniendo en muy poco tiempo los recursos necesarios. Aquel empeño sería sólo comparable al clamor de los contemporáneos de don Benjamín por demoler el edificio luego del nuevo incendio, el de 1863, que ocurrió precisamente durante trabajos de restauración y reparación. ¿Se reedificará nuevamente el templo? se preguntaba don Benjamín. Señalemos que no fue así. En aquella manzana se instaló el edificio del Congreso, terminado hacia 1875 y los terrenos del templo jesuita, fueron cubiertos con jardines.
Miscelánea. Colección de artículos. 1849-1872. Tomo II. Imprenta de la librería del Mercurio, 1872. Colección LRV.
Aunque no se señala la fecha del artículo, por los antecedentes que presenta don Benjamín, fue escrito para el diario El Mercurio de Valparaíso luego del incendio de 1863.
Un par de años después de la llegada de la Compañía a Chile en 1593, señala don Benjamín, los fieles, los religiosos y un par de caritativos y piadosos capitanes –Briseño y Torquemada- reunieron los recursos para levantar un templo en la manzana poniente subsiguiente a la Plaza de armas. Treinta y seis años duraron los trabajos para levantar este templo, “el mejor de Chile” según don Benjamín. Cita al cronista Olivares describiendo la obra: “y se levantó una iglesia de cal y canto muy capaz y honrosa, cubierta con cinco paños, llena toda de artesones, primorosamente dispuestos. La capilla mayor quedó con mucha capacidad, se levantó sobre cuatro robustas y bien proporcionadas columnas y cuatro arcos torales; se cubrió con una media naranja de madera, bien enlazada y ajustada, y firme, al parecer de todos.” Este templo fue destruido por el terremoto del 13 de mayo de 1627. Tomaría a los jesuitas gran parte de la segunda mitad del siglo XVII reedificar un nuevo templo en el mismo lugar. Este nuevo templo fue casi demolido por el terremoto de julio de 1730 sufriendo comprometedores daños sus muros, sus arcos, la fachada principal, así como la torre. Según don Benjamín, los jesuitas se limitaron a reparar los daños y no levantaron un nuevo templo: “Habiendo quedado trizados o deshechos la mayor parte de los arcos de las dos naves laterales, se reforzaron estos con murallas transversales... De aquí salió la serie de estrechas y deslucidas capillas oscuras que formaban las naves de los costados, arrebatando a la iglesia su espacio, su simetría y junto con la perspectiva, la vista a los fieles...” Desde entonces, señala don Benjamín, la Iglesia de la Compañía quedó convertida en una “ruina disfrazada”, con muros fracturados por los terremotos y construcciones posteriores que vinieron sólo a afear el conjunto. Hay que considerar que algunos años después de aquel terremoto de 1730, en 1767, la Compañía de Jesús fue expulsada de América por el monarca Carlos III. Desde entonces la Iglesia de la Compañía quedó como un monumento solitario de horfandad y duelo, según don Benjamín: “Decíase por el vulgo que sus moradores al tiempo de ser expulsados de su recinto, la habían maldecido y pedido al cielo que la destinara a grandes castigos. Ay! Lo que no era sino la voz de oscuros agoreros, la mano del Señor la ha convertido hoy en una tremenda profecía”.
A principios del siglo XIX la Iglesia de la Compañía volvió a congregar feligreses en masa, pero la desgracia nuevamente se ensañó con el templo, cuando el 31 de mayo de 1841 un incendio “redujo a escombros de maderos encendidos la iglesia que hoy no es sino un escombro de huesos humanos”. Según don Benjamín, luego de aquella catástrofe la feligresía se empeñó ardientemente en reconstruir el templo, reuniendo en muy poco tiempo los recursos necesarios. Aquel empeño sería sólo comparable al clamor de los contemporáneos de don Benjamín por demoler el edificio luego del nuevo incendio, el de 1863, que ocurrió precisamente durante trabajos de restauración y reparación. ¿Se reedificará nuevamente el templo? se preguntaba don Benjamín. Señalemos que no fue así. En aquella manzana se instaló el edificio del Congreso, terminado hacia 1875 y los terrenos del templo jesuita, fueron cubiertos con jardines.
6.- María Graham
Extracto del Diario de mi residencia en Chile en 1822
Ed. del Pacífico, 1953
Escrito mientras duró su temporada de casi 1 año en Chile, la escritora Mary Graham comenzó a redactar su diario luego de recalar en Valparaíso aquel año con los restos de su esposo, el capitán Thomas Graham fallecido en alta mar. Luego del funeral en Valparaíso, la viuda permaneció en el país recorriendo la zona central e integrándose fácilmente a la sociedad santiaguina y porteña, acompañada de su compatriota, Lord Cochrane. El relato del terremoto ocurrido el 19 de noviembre de 1822 resulta una crónica muy interesante de conocer.
A eso de las 22:15 de aquel día, la casa en que Mary Graham pasaba una temporada en Viña del Mar se sacudió “con un ruido semejante a una explosión de pólvora”. Muros y chimenea se vinieron abajo ante lo cual Graham y las otras personas de la casa improvisaron tiendas de campaña en los jardines. Los movimientos de tierra prosiguieron a intervalos que Graham fue anotando pormenorizadamente durante varios días. Amistades locales le refirieron respecto a la situación en la zona: “El terreno de aluvión a ambos lados del río (Aconcagua) ha quedado tan agrietado y removido que semeja una esponja. A lo largo de la playa hay grandes hendiduras, y parece que durante la noche el mar se retiró a considerable distancia, especialmente en la bahía de Quintero...” Las noticias advertían que Quillota estaba en el suelo y Valparaíso un poco menos. Añade Graham más adelante: “Lord Cochrane se encontraba a bordo de la O’Higgins cuando sobrevino el terremoto, e inmediatamente bajó a tierra y se dirigió a casa del Director, para quien hizo armar una tienda de campaña en el cerro detrás de la ciudad. A pie de página, Graham explica: “El Director don Bernardo O‘Higgins... logró apenas salvar con vida, gracias a su prontitud para salir de la casa de la gobernación. Recibió en esa terrible noche protección y atenciones del Almirante...” Respecto al puerto, un par de días después Graham relata que en el Almendral no ha quedado habitable ninguna casa, la Iglesia de la Merced está destruida... “No se ve a nadie en las calles. Los cerros están cubiertos de infelices sin hogar, presa de terror... Los buques atestados de gente, los hornos de pan destruidos... Casablanca, según dicen, está totalmente en ruinas.” Fenómenos extraños también son descritos por Graham: “Los pescadores de aquí y de las playas inmediatas afirman que en la noche del 19 vieron una luz a gran distancia en el mar. Permaneció un rato inmóvil; avanzó en seguida hacia la costa y dividiéndose en dos desapareció. La credulidad de la gente la ha convertido en la Virgen que vino a salvar el país.” La manifestaciones de religiosidad adquieren dimensiones místicas en el relato de Graham: “...las jóvenes de Santiago, vestidas de blanco, descalzas, con la cabeza descubierta, sueltos los cabellos y con crucifijos negros, han recorrido en procesión las calles cantando himnos y letanías, precedidas por las órdenes religiosas.” Explica Graham que por el peligro de derrumbre de los templos, el gobierno los cerró, obligando a que las prácticas de devoción se realizaran en las calles. Al dirigirse a Valparaíso, 5 días después del sismo, la descripción de Graham sobrecoge: “...vistas desde lejos, las ruinas en las líneas de las calles, hacen la ilusión de que poco o nada falta. Cuando estuve más cerca, las carpas y ramadas de los infelices fugitivos reclamaron toda mi atención, pues allí se me presentó la horrible catástrofe en un aspecto enteramente nuevo para mí. Ricos y pobres, jóvenes y ancianos, amos y criados, todos estaban confundidos y aglomerados en una intimidad que, aun aquí, donde las diferencias de clase no son tan marcadas y profundas como en Europa, me pareció verdaderamente pavorosa...”
Extracto del Diario de mi residencia en Chile en 1822
Ed. del Pacífico, 1953
Escrito mientras duró su temporada de casi 1 año en Chile, la escritora Mary Graham comenzó a redactar su diario luego de recalar en Valparaíso aquel año con los restos de su esposo, el capitán Thomas Graham fallecido en alta mar. Luego del funeral en Valparaíso, la viuda permaneció en el país recorriendo la zona central e integrándose fácilmente a la sociedad santiaguina y porteña, acompañada de su compatriota, Lord Cochrane. El relato del terremoto ocurrido el 19 de noviembre de 1822 resulta una crónica muy interesante de conocer.
A eso de las 22:15 de aquel día, la casa en que Mary Graham pasaba una temporada en Viña del Mar se sacudió “con un ruido semejante a una explosión de pólvora”. Muros y chimenea se vinieron abajo ante lo cual Graham y las otras personas de la casa improvisaron tiendas de campaña en los jardines. Los movimientos de tierra prosiguieron a intervalos que Graham fue anotando pormenorizadamente durante varios días. Amistades locales le refirieron respecto a la situación en la zona: “El terreno de aluvión a ambos lados del río (Aconcagua) ha quedado tan agrietado y removido que semeja una esponja. A lo largo de la playa hay grandes hendiduras, y parece que durante la noche el mar se retiró a considerable distancia, especialmente en la bahía de Quintero...” Las noticias advertían que Quillota estaba en el suelo y Valparaíso un poco menos. Añade Graham más adelante: “Lord Cochrane se encontraba a bordo de la O’Higgins cuando sobrevino el terremoto, e inmediatamente bajó a tierra y se dirigió a casa del Director, para quien hizo armar una tienda de campaña en el cerro detrás de la ciudad. A pie de página, Graham explica: “El Director don Bernardo O‘Higgins... logró apenas salvar con vida, gracias a su prontitud para salir de la casa de la gobernación. Recibió en esa terrible noche protección y atenciones del Almirante...” Respecto al puerto, un par de días después Graham relata que en el Almendral no ha quedado habitable ninguna casa, la Iglesia de la Merced está destruida... “No se ve a nadie en las calles. Los cerros están cubiertos de infelices sin hogar, presa de terror... Los buques atestados de gente, los hornos de pan destruidos... Casablanca, según dicen, está totalmente en ruinas.” Fenómenos extraños también son descritos por Graham: “Los pescadores de aquí y de las playas inmediatas afirman que en la noche del 19 vieron una luz a gran distancia en el mar. Permaneció un rato inmóvil; avanzó en seguida hacia la costa y dividiéndose en dos desapareció. La credulidad de la gente la ha convertido en la Virgen que vino a salvar el país.” La manifestaciones de religiosidad adquieren dimensiones místicas en el relato de Graham: “...las jóvenes de Santiago, vestidas de blanco, descalzas, con la cabeza descubierta, sueltos los cabellos y con crucifijos negros, han recorrido en procesión las calles cantando himnos y letanías, precedidas por las órdenes religiosas.” Explica Graham que por el peligro de derrumbre de los templos, el gobierno los cerró, obligando a que las prácticas de devoción se realizaran en las calles. Al dirigirse a Valparaíso, 5 días después del sismo, la descripción de Graham sobrecoge: “...vistas desde lejos, las ruinas en las líneas de las calles, hacen la ilusión de que poco o nada falta. Cuando estuve más cerca, las carpas y ramadas de los infelices fugitivos reclamaron toda mi atención, pues allí se me presentó la horrible catástrofe en un aspecto enteramente nuevo para mí. Ricos y pobres, jóvenes y ancianos, amos y criados, todos estaban confundidos y aglomerados en una intimidad que, aun aquí, donde las diferencias de clase no son tan marcadas y profundas como en Europa, me pareció verdaderamente pavorosa...”
7.- Oradores chilenos. Retratos parlamentarios por José Antonio Torres
Santiago de Chile Imprenta de la Opinión, 1860
LRV, Colección Folletos vol. 40
José Antonio Torres (1828-1864), escritor liberal, considerado por Raúl Silva Castro dentro de la corriente de escritores románticos decimonónicos, retrata en este libro una galería de oradores parlamentarios dotados de una notable elocuencia y solidez. El texto alcanza las 190 páginas, por las que circulan políticos y tribunos como Mariano Egaña, Manuel Montt, Manuel Antonio Tocornal, José Victorino Lastarria, Manuel Antonio Matta, entre otros.
Entre los personajes que José Antonio Torres describe, hay algunas caracterizaciones interesantes de reproducir. Por ejemplo, respecto a don Pedro Palazuelos señala: “Verdadero sacerdote sin hábitos ni órdenes sagradas, creyó que era su deber sacrificarse al bien de la humanidad, y se esforzaba por reunir a las masas bajo el estandarte de la cruz y encaminarlas inspiradas por la primera y más bella de las virtudes, la caridad.” Y añade Torres: “...Creía de muy buena fe que con públicos espectáculos dominaba a su antojo al pueblo y lo distraía completamente de las malas pasiones y de los vicios. El pueblo es novedoso, decía, hagámosle función y lo tendremos esclavo por todo el tiempo... Si en una plaza estalla un motín militar, agregaba, yo pondría en otra un tabladillo con canto y baile y estoy seguro que me llevaría allí a todos los rotos.”
De don Manuel Montt, con el cual Torres tenía profundas y públicas diferencias, señala: “Enemigo de las metáforas nunca las emplea y sin andarse con rodeos y circunloquios va derecho al punto en cuestión... Su argumentación fría y descarnada si bien razonada y lógica, convence casi siempre, pero rara vez conmueve.” Luego agrega: “Como don Mariano Egaña tenía la costumbre de hurguetear su caja de rapé, así don Manuel Montt tiene la de juguetear con su bastón. Cuando este orador es atacado con poca cortesía, cuando se le hiere, comienza a golpear su bastón y calma o acelera su movimiento según sean más o menos punzantes las alusiones del contrario. El bastón del señor Montt es el verdadero barómetro de la fuerza de las impresiones que lo trabajan.”
Respecto de don Manuel Antonio Matta, uno de los fundadores del radicalismo, José Antonio Torres se detiene en un episodio de fines de año 1858 que lo retrata por completo: protestando por el desalojo que hizo la fuerza pública en un mitín político, don Manuel arengó a los más de ciento cincuenta ciudadanos, entre los cuales al parecer se encontraba el propio Torres: “Acordaos, nos decía, que sois hijos de madres cristianas y que habéis bebido en la leche de sus pechos las virtudes cívicas de vuestros padres: no desesperéis, sufrid con resignación. Si hoy nos quema el sol del despotismo, mañana vendrá el sol de la libertad a reanimar nuestros corazones... Aquí, exclamaba, en los calabozos está nuestro puesto. Cuando la injusticia, la arbitrariedad, el despotismo ocupan el trono; la inteligencia, la honradez, el patriotismo deben habitar las cárceles.”
Santiago de Chile Imprenta de la Opinión, 1860
LRV, Colección Folletos vol. 40
José Antonio Torres (1828-1864), escritor liberal, considerado por Raúl Silva Castro dentro de la corriente de escritores románticos decimonónicos, retrata en este libro una galería de oradores parlamentarios dotados de una notable elocuencia y solidez. El texto alcanza las 190 páginas, por las que circulan políticos y tribunos como Mariano Egaña, Manuel Montt, Manuel Antonio Tocornal, José Victorino Lastarria, Manuel Antonio Matta, entre otros.
Entre los personajes que José Antonio Torres describe, hay algunas caracterizaciones interesantes de reproducir. Por ejemplo, respecto a don Pedro Palazuelos señala: “Verdadero sacerdote sin hábitos ni órdenes sagradas, creyó que era su deber sacrificarse al bien de la humanidad, y se esforzaba por reunir a las masas bajo el estandarte de la cruz y encaminarlas inspiradas por la primera y más bella de las virtudes, la caridad.” Y añade Torres: “...Creía de muy buena fe que con públicos espectáculos dominaba a su antojo al pueblo y lo distraía completamente de las malas pasiones y de los vicios. El pueblo es novedoso, decía, hagámosle función y lo tendremos esclavo por todo el tiempo... Si en una plaza estalla un motín militar, agregaba, yo pondría en otra un tabladillo con canto y baile y estoy seguro que me llevaría allí a todos los rotos.”
De don Manuel Montt, con el cual Torres tenía profundas y públicas diferencias, señala: “Enemigo de las metáforas nunca las emplea y sin andarse con rodeos y circunloquios va derecho al punto en cuestión... Su argumentación fría y descarnada si bien razonada y lógica, convence casi siempre, pero rara vez conmueve.” Luego agrega: “Como don Mariano Egaña tenía la costumbre de hurguetear su caja de rapé, así don Manuel Montt tiene la de juguetear con su bastón. Cuando este orador es atacado con poca cortesía, cuando se le hiere, comienza a golpear su bastón y calma o acelera su movimiento según sean más o menos punzantes las alusiones del contrario. El bastón del señor Montt es el verdadero barómetro de la fuerza de las impresiones que lo trabajan.”
Respecto de don Manuel Antonio Matta, uno de los fundadores del radicalismo, José Antonio Torres se detiene en un episodio de fines de año 1858 que lo retrata por completo: protestando por el desalojo que hizo la fuerza pública en un mitín político, don Manuel arengó a los más de ciento cincuenta ciudadanos, entre los cuales al parecer se encontraba el propio Torres: “Acordaos, nos decía, que sois hijos de madres cristianas y que habéis bebido en la leche de sus pechos las virtudes cívicas de vuestros padres: no desesperéis, sufrid con resignación. Si hoy nos quema el sol del despotismo, mañana vendrá el sol de la libertad a reanimar nuestros corazones... Aquí, exclamaba, en los calabozos está nuestro puesto. Cuando la injusticia, la arbitrariedad, el despotismo ocupan el trono; la inteligencia, la honradez, el patriotismo deben habitar las cárceles.”
8.- Pasatiempos
Rafael B. Gumucio. Un libro más. Colección de artículos. Biblioteca de la Estrella de Chile. Santiago de Chile. Imprenta de “La estrella de Chile”, 1877. (Colección Folletos, vol 46, LRV)
Todas las naciones antiguas y modernas –afirma Gumucio- tuvieron y tienen diversiones públicas. Panem et circenses, era la fórmula en que la experiencia política de los romanos compendiaba el secreto de manejar al pueblo. Para ello tenían su circo y gozaban en ver matarse en la arena a las fieras y a los gladiadores o a los cristianos devorados por aquellas o ultimados por éstos. “El pueblo-rei, para quien todo extranjero era barbarus, tenía su pasatiempo en la efusión de sangre.”
La España tiene sus toros, espectáculo cuyo encanto consiste en ver palidecer al torero en los trances de vida o muerte “y en ver agonizar bañados en sangre a los caballos y al toro.”
Los ingleses –continúa Gumucio- tienen sus match de box, en que con la mayor flema se asiste a una lucha brutal entre dos hombres, que a las veces acaban por matarse.
No importando el grado de “civilización” de un pueblo, sus espectáculos públicos tienden, en mayor o menor grado, a rozar, sino definitivamente traspasar, la frontera de la vida y la muerte de sus participantes. “En el caballo, en la maroma o en el trapecio, es preciso ponerse en inminente peligro de morir para ser aplaudido. Si hay saltos, han de ser mortales...” Qué aplaude rabiosamente el público asistente a estos espectáculos, se pregunta Gumucio? “Nada más que el peligro de muerte”, sentencia.
Un ecuatoriano exhibe en Santiago un tigre. Son pocos los curiosos que dan veinte centavos por verla. Se anuncia que el tigre devorará un cordero vivo. Sobran los curiosos que paguen cuarenta centavos. Siguiendo con sus reflexiones sobre el morbo público, Gumucio señala: “Llamad a la ópera: ofreced los encantos de la música unidos al interés de un drama moral y serio; los cantores gorjearán en teatro escueto. Haced que suba Offenbach al proscenio y tendréis teatro lleno de bote en bote, aplausos y dinero.”
Su análisis sobre la vulgaridad prosigue respecto del paseo de época, la Alameda de las delicias: “Allá van damas y mozos para ver y ser vistos. Es una gran parada civil de ambos sexos. Es un entretenimiento peripatético y sería el más insulso de todos si no fuese un certamen del lujo, una exposición de la belleza legítima o falsificada, una feria de candidatos para maridos y candidatas para novias.”
Luego, culmina su revisión de la sociedad en que vive, con comentarios reveladores de su incomodidad con los avances de la república: “Los pergaminos de nobleza son ya anacronismos dignos del escaparate de un museo. Desde que hay Constitución, todos tenemos sangre igualmente azul... Todos somos iguales: la dama que lleva en el bolsillo un perfumado pañuelo de rico encaje es igual al descamisado que le hurta el pañuelo, y en su fuga deja al olfato de los gendarmes un rastro de soberanía.”
Todas las naciones antiguas y modernas –afirma Gumucio- tuvieron y tienen diversiones públicas. Panem et circenses, era la fórmula en que la experiencia política de los romanos compendiaba el secreto de manejar al pueblo. Para ello tenían su circo y gozaban en ver matarse en la arena a las fieras y a los gladiadores o a los cristianos devorados por aquellas o ultimados por éstos. “El pueblo-rei, para quien todo extranjero era barbarus, tenía su pasatiempo en la efusión de sangre.”
La España tiene sus toros, espectáculo cuyo encanto consiste en ver palidecer al torero en los trances de vida o muerte “y en ver agonizar bañados en sangre a los caballos y al toro.”
Los ingleses –continúa Gumucio- tienen sus match de box, en que con la mayor flema se asiste a una lucha brutal entre dos hombres, que a las veces acaban por matarse.
No importando el grado de “civilización” de un pueblo, sus espectáculos públicos tienden, en mayor o menor grado, a rozar, sino definitivamente traspasar, la frontera de la vida y la muerte de sus participantes. “En el caballo, en la maroma o en el trapecio, es preciso ponerse en inminente peligro de morir para ser aplaudido. Si hay saltos, han de ser mortales...” Qué aplaude rabiosamente el público asistente a estos espectáculos, se pregunta Gumucio? “Nada más que el peligro de muerte”, sentencia.
Un ecuatoriano exhibe en Santiago un tigre. Son pocos los curiosos que dan veinte centavos por verla. Se anuncia que el tigre devorará un cordero vivo. Sobran los curiosos que paguen cuarenta centavos. Siguiendo con sus reflexiones sobre el morbo público, Gumucio señala: “Llamad a la ópera: ofreced los encantos de la música unidos al interés de un drama moral y serio; los cantores gorjearán en teatro escueto. Haced que suba Offenbach al proscenio y tendréis teatro lleno de bote en bote, aplausos y dinero.”
Su análisis sobre la vulgaridad prosigue respecto del paseo de época, la Alameda de las delicias: “Allá van damas y mozos para ver y ser vistos. Es una gran parada civil de ambos sexos. Es un entretenimiento peripatético y sería el más insulso de todos si no fuese un certamen del lujo, una exposición de la belleza legítima o falsificada, una feria de candidatos para maridos y candidatas para novias.”
Luego, culmina su revisión de la sociedad en que vive, con comentarios reveladores de su incomodidad con los avances de la república: “Los pergaminos de nobleza son ya anacronismos dignos del escaparate de un museo. Desde que hay Constitución, todos tenemos sangre igualmente azul... Todos somos iguales: la dama que lleva en el bolsillo un perfumado pañuelo de rico encaje es igual al descamisado que le hurta el pañuelo, y en su fuga deja al olfato de los gendarmes un rastro de soberanía.”
9.- Signos del tiempo. Fragmento de un manuscrito recientemente hallado en una sinagoga.
Rafael B. Gumucio. Un libro más. Colección de artículos. Biblioteca de la Estrella de Chile. Santiago de Chile. Imprenta de “La estrella de Chile”, 1877. (Colección Folletos, vol 46, LRV)
Sucedió que un hombre perverso, llamado Lucas, asesinó a su esposa y se ufanó que no sería condenado a muerte por ello. Sin embargo, el asesino fue llevado frente el juez de la ciudad, ante el cual reconoció el crimen y fue condenado a muerte. El abogado de Lucas apeló ante el tribunal supremo el cual confirmó la sentencia. Las apelaciones por clemencia llegaron al Rey y su consejo, encontrando nueva y definitivamente rechazo: “El crimen es muy grande y el reo se ha burlado de la ley y de la pena. Muchos son los crímenes que cada día cometen los malvados y el pueblo clama por un escarmiento.”
Abrumado estaban Lucas y su abogado, cuando a la ciudad llegó una mujer desde el Oriente. “Esa mujer hacía por las noches espectáculos tan extraordinarios, que el pueblo se agolpaba a verlos y pagaba sus dineros... Mujer era esa que remedaba sucesos como si fueran verdaderos y pasiones y demencias y crímenes como si fuesen realidad y a su voluntad hacía alegrarse o gemir al pueblo que la veía...”
Los magistrados que no eran sesudos, agasajaron a la mujer como si fuera una reina. El lugar elegido fue un montecillo en medio de la ciudad. Allí, el gobernador de la tribu de los Benjamines preparó un festín y llamó a los magistrados y a los ministros del Rey. La mujer de Oriente fue la estrella de la velada, haciendo creer lo que no es, así como los gobernantes hacen con el pueblo. De este evento escuchó el abogado de Lucas, por lo que se acercó a la mujer de Oriente y le pidió que intercediera por su cliente cuando los magistrados hubiesen bebido ya lo suficiente. La mujer así lo hizo y los magistrados le prometieron abogar por el reo Lucas ante el Consejo del Rey. En eso, un anciano llamado Decoro, se dirigió a la mesa de los magistrados y les enrostró su actitud, cuales Herodes ante los bailes de Salomé. El inoportuno anciano fue retirado rápidamente. Al día siguiente, la mujer de Oriente “se hechó a los pies del Rey” y repitió su solicitud. El Rey concedió el perdón a Lucas. Hubo júbilo en algunos, más cuando el anciano Decoro contó lo sucedido, el pueblo se entristeció y se avergonzó de su Rey y de sus magistrados y de sus ancianos.
Los hechos.
Lúcas Muñoz mató a su mujer y fue condenado a muerte por el juez del crimen de Santiago, sentencia confirmada por la Corte Suprema. El indulto del Consejo de Estado también fue denegado, dada la gravedad de los hechos. En tanto, el Intendente de Santiago, don Benjamín Vicuña Mackenna, realizó un banquete, en el Cerro Santa Lucía, en honor de Adelaida Ristori, recién llegada entonces, no se señala de dónde. A la fiesta estaban invitados ministros de Estado y políticos gobiernistas. El abogado de Muñoz suplicó a Ristori que conversara con las autoridades y abogara por su cliente. Obtuvo apoyo y promesas de interceder ante el Consejo de Estado. Entonces, Ristori se entrevistó con el Presidente Federico Errázuriz quien accedió a su solicitud. Convocado el Consejo de Estado, Lucas Muñoz fue indultado.
El relato metafórico de don Rafael B. Gumucio –destacado dirigente conservador- era una filosa crítica al régimen liberal, en un episodio digno de escarbar del gobierno de don Federico Errázuriz Zañartu y en que se involucra al Intendente de Santiago entre 1872 y 1875, don Benjamín Vicuña Mackenna. La relación fidedigna de los hechos fue consignada por don Rafael en un pie de página.
Abrumado estaban Lucas y su abogado, cuando a la ciudad llegó una mujer desde el Oriente. “Esa mujer hacía por las noches espectáculos tan extraordinarios, que el pueblo se agolpaba a verlos y pagaba sus dineros... Mujer era esa que remedaba sucesos como si fueran verdaderos y pasiones y demencias y crímenes como si fuesen realidad y a su voluntad hacía alegrarse o gemir al pueblo que la veía...”
Los magistrados que no eran sesudos, agasajaron a la mujer como si fuera una reina. El lugar elegido fue un montecillo en medio de la ciudad. Allí, el gobernador de la tribu de los Benjamines preparó un festín y llamó a los magistrados y a los ministros del Rey. La mujer de Oriente fue la estrella de la velada, haciendo creer lo que no es, así como los gobernantes hacen con el pueblo. De este evento escuchó el abogado de Lucas, por lo que se acercó a la mujer de Oriente y le pidió que intercediera por su cliente cuando los magistrados hubiesen bebido ya lo suficiente. La mujer así lo hizo y los magistrados le prometieron abogar por el reo Lucas ante el Consejo del Rey. En eso, un anciano llamado Decoro, se dirigió a la mesa de los magistrados y les enrostró su actitud, cuales Herodes ante los bailes de Salomé. El inoportuno anciano fue retirado rápidamente. Al día siguiente, la mujer de Oriente “se hechó a los pies del Rey” y repitió su solicitud. El Rey concedió el perdón a Lucas. Hubo júbilo en algunos, más cuando el anciano Decoro contó lo sucedido, el pueblo se entristeció y se avergonzó de su Rey y de sus magistrados y de sus ancianos.
Los hechos.
Lúcas Muñoz mató a su mujer y fue condenado a muerte por el juez del crimen de Santiago, sentencia confirmada por la Corte Suprema. El indulto del Consejo de Estado también fue denegado, dada la gravedad de los hechos. En tanto, el Intendente de Santiago, don Benjamín Vicuña Mackenna, realizó un banquete, en el Cerro Santa Lucía, en honor de Adelaida Ristori, recién llegada entonces, no se señala de dónde. A la fiesta estaban invitados ministros de Estado y políticos gobiernistas. El abogado de Muñoz suplicó a Ristori que conversara con las autoridades y abogara por su cliente. Obtuvo apoyo y promesas de interceder ante el Consejo de Estado. Entonces, Ristori se entrevistó con el Presidente Federico Errázuriz quien accedió a su solicitud. Convocado el Consejo de Estado, Lucas Muñoz fue indultado.
El relato metafórico de don Rafael B. Gumucio –destacado dirigente conservador- era una filosa crítica al régimen liberal, en un episodio digno de escarbar del gobierno de don Federico Errázuriz Zañartu y en que se involucra al Intendente de Santiago entre 1872 y 1875, don Benjamín Vicuña Mackenna. La relación fidedigna de los hechos fue consignada por don Rafael en un pie de página.
10.- La bibliografía americana en Europa
Benjamín Vicuña Mackenna
Miscelánea, colección de artículos 1849-1872, tomo II
Parte don Benjamín clasificando a los bibliófilos en tres categorías. En primer lugar, aquellos que aman los libros, que los estudian y comparten con otros estudiosos. Los llama los publicistas. Luego, quienes se interesan sólo en la antigüedad de los libros, su tipografía, su editor o si es incunable. A estos los denomina propiamente bibliófilos, sacristanes de la literatura, pero egoístas que no irradian más allá de su santuario. Finalmente, están los que llama bibliómanos, los que persiguen libros solamente por sus tapas, para lo cual se requiere una sola condición: tener mucho dinero. Los primeros, como Lord Kinsborough quien gastó su fortuna en publicar un monumento como sus Antigüedades Mejicanas o Amador de los Ríos y la Historia de las Indias escrita por Gonzalo Fernández Oviedo, escasean. Los segundos, preocupados del negocio libresco y la acumulación de libros raros americanos como Gregorio Beeche de Valparaíso o Diego Barros Arana y Nicolás Trübner en Londres, son menos numerosos. Y los últimos, los bibliómanos, como don Rafael Borreguero de Cádiz, abundan. Sobre este personaje, don Benjamín señala que tratándose de un “hombre rústico en extremo”, sin hijos ni parientes, que amasó, literalmente, una fortuna como panadero, “ocurriósele gastar una parte de su fortuna en comprar libros antigüos, como se le habría ocurrido a otro invertirla en mulas o carneros”.
Luego se extiende don Benjamín respecto de las formas de comenzar una colección de libros y para ello ejemplifica la labor de una especie de libreros que en Francia se denominan “buquinistas” y en España “chalanes”: compradores al por mayor, sin ningún criterio, interesados sólo en su posterior venta al menudeo, sin cuidado por los libros, sólo atentos al precio. En París, estos libreros se instalan en los malecones que encajonan el Sena, mientras en Londres se los encuentra en calles como Strand y en el Cheap Side y en Madrid hay que buscar en calle de Atocha y en Sevilla, en la de la Culebra. Los remates de libros por lotes que don Benjamín presenció en París atraían a compradores que ponían sacos al lado de las mesas, vaciando los libros como si fueran choclos o virutas. O peor para él: las ventas al peso de la romana, comprando libros por quintales métricos. Así, muchas bibliotecas completas fueron vendidas, entre ellas, señala don Benjamín, “...la de don Nicolás de la Cruz, conde del Maule, rica especialmente en libros italianos y franceses y cuyo fondo compró en cien duros un chalán italiano llamado Bertinotti, con estantes y todo, dándosele, además, de llapa, un monetario con varios centenares de piezas antiguas de cobre”.
Más adelante, don Benjamín describe las librerías comunes como depósitos de libros raros americanos, los que, además de escasos, son muy caros. Y en eso tendrían responsabilidad los bibliófilos acumuladores que así encarecían los precios, como el citado Borreguero y el “pirata” Francisco Bianchi. No resultaba barato tener en Europa un biblioteca americana...
Un último procedimiento para adquirir libros raros americanos en Europa eran los remates públicos de las bibliotecas particulares, que implicaban publicidad y lujosos catálogos con pormenorizadas descripciones físicas de los libros y que se repartían gratis a los interesados y que después, a su vez, se convertían en piezas raras de colección. Entre las piezas valiosos que don Benjamín vió en algunos de estos remates, destaca la edición gótica de 1555 de la “Historia de las Indias” del citado Oviedo, autografiada. Señala, además, don Benjamín otro interesante ejemplo del mercado libresco: los “Comentarios del adelantado Cabeza de Vaca”, traducido e impreso por Terneaux-Compans cuestan en Chile “veinte duros”, en cambio, en Europa, se remataron en 120. Otro texto, la “Historia del Perú” escrita por el secretario de Pizarro fue adquirida en 2 duros por el “pirata” Bianchi, quien la vendió a otro coleccionista en 10, el cual se la vendió al librero Maisonneuve en 40, el cual la vendió finalmente a un coleccionista “amateur” en 150.
Miscelánea, colección de artículos 1849-1872, tomo II
Parte don Benjamín clasificando a los bibliófilos en tres categorías. En primer lugar, aquellos que aman los libros, que los estudian y comparten con otros estudiosos. Los llama los publicistas. Luego, quienes se interesan sólo en la antigüedad de los libros, su tipografía, su editor o si es incunable. A estos los denomina propiamente bibliófilos, sacristanes de la literatura, pero egoístas que no irradian más allá de su santuario. Finalmente, están los que llama bibliómanos, los que persiguen libros solamente por sus tapas, para lo cual se requiere una sola condición: tener mucho dinero. Los primeros, como Lord Kinsborough quien gastó su fortuna en publicar un monumento como sus Antigüedades Mejicanas o Amador de los Ríos y la Historia de las Indias escrita por Gonzalo Fernández Oviedo, escasean. Los segundos, preocupados del negocio libresco y la acumulación de libros raros americanos como Gregorio Beeche de Valparaíso o Diego Barros Arana y Nicolás Trübner en Londres, son menos numerosos. Y los últimos, los bibliómanos, como don Rafael Borreguero de Cádiz, abundan. Sobre este personaje, don Benjamín señala que tratándose de un “hombre rústico en extremo”, sin hijos ni parientes, que amasó, literalmente, una fortuna como panadero, “ocurriósele gastar una parte de su fortuna en comprar libros antigüos, como se le habría ocurrido a otro invertirla en mulas o carneros”.
Luego se extiende don Benjamín respecto de las formas de comenzar una colección de libros y para ello ejemplifica la labor de una especie de libreros que en Francia se denominan “buquinistas” y en España “chalanes”: compradores al por mayor, sin ningún criterio, interesados sólo en su posterior venta al menudeo, sin cuidado por los libros, sólo atentos al precio. En París, estos libreros se instalan en los malecones que encajonan el Sena, mientras en Londres se los encuentra en calles como Strand y en el Cheap Side y en Madrid hay que buscar en calle de Atocha y en Sevilla, en la de la Culebra. Los remates de libros por lotes que don Benjamín presenció en París atraían a compradores que ponían sacos al lado de las mesas, vaciando los libros como si fueran choclos o virutas. O peor para él: las ventas al peso de la romana, comprando libros por quintales métricos. Así, muchas bibliotecas completas fueron vendidas, entre ellas, señala don Benjamín, “...la de don Nicolás de la Cruz, conde del Maule, rica especialmente en libros italianos y franceses y cuyo fondo compró en cien duros un chalán italiano llamado Bertinotti, con estantes y todo, dándosele, además, de llapa, un monetario con varios centenares de piezas antiguas de cobre”.
Más adelante, don Benjamín describe las librerías comunes como depósitos de libros raros americanos, los que, además de escasos, son muy caros. Y en eso tendrían responsabilidad los bibliófilos acumuladores que así encarecían los precios, como el citado Borreguero y el “pirata” Francisco Bianchi. No resultaba barato tener en Europa un biblioteca americana...
Un último procedimiento para adquirir libros raros americanos en Europa eran los remates públicos de las bibliotecas particulares, que implicaban publicidad y lujosos catálogos con pormenorizadas descripciones físicas de los libros y que se repartían gratis a los interesados y que después, a su vez, se convertían en piezas raras de colección. Entre las piezas valiosos que don Benjamín vió en algunos de estos remates, destaca la edición gótica de 1555 de la “Historia de las Indias” del citado Oviedo, autografiada. Señala, además, don Benjamín otro interesante ejemplo del mercado libresco: los “Comentarios del adelantado Cabeza de Vaca”, traducido e impreso por Terneaux-Compans cuestan en Chile “veinte duros”, en cambio, en Europa, se remataron en 120. Otro texto, la “Historia del Perú” escrita por el secretario de Pizarro fue adquirida en 2 duros por el “pirata” Bianchi, quien la vendió a otro coleccionista en 10, el cual se la vendió al librero Maisonneuve en 40, el cual la vendió finalmente a un coleccionista “amateur” en 150.
11.- Una visita a la Asamblea Nacional de Versalles, París 14 de julio de 1871
Benjamín Vicuña Mackenna
Miscelánea, colección de artículos 1849-1872, tomo II
Luego de describir con pormenores su recorrido matinal por las calles y avenidas de París, don Benjamín llega a Versalles, en uno de cuyos teatros se encontraba instalada por entonces la Asamblea Nacional. Lo primero que le llama la atención es la predominancia del color rojo en el decorado y cortinajes, en los terciopelos y las caobas enchapadas en bronce. Para llamar al orden, se encuentra sobre la mesa del presidente, una campanilla “tan abultada como la de la parroquia de Curacaví” y, en seguida, dos grandes relojes en las testeras del salón. Luego, repara don Benjamín en lo incómodo de los bancos que ocupan los ministros y parlamentarios “sin brazos y apenas con espalda”, comparados con los del Senado chileno. En la platea se sientan “la Montaña a la izquierda del presidente; el Centro, o los liberales moderados, debajo de la claraboya y la Derecha a la diestra de Dios Padre, como gente que cree en Dios y le obedece”. El día que don Benjamín visitó la Asamblea (3 de julio) asistían los parlamentarios recién electos, entre los cuales, nuestro visitante identificó a un tal Manuel Arago que por su aspecto “trájonos a la memoria la talla y la melena de su tío el ciego, rey de los farsantes que han visitado a Chile, porque Orelie es sólo el rey de los payasos” (aludiendo a Orelie Antoine “Rey de la Araucanía y la Patagonia”). Agrega, don Benjamín, que los parlamentarios reciben sueldo: 2.500 francos mensuales, determinados por la presencia en las sesiones. “Nada hay menos revolucionario que los sueldos”, concluye. Al iniciarse la sesión, el griterio era generalizado, mientras un secretario intentaba leer la tabla, otros parlamentarios subían y bajaban del estrado, entre ellos, destaca don Benjamín, al marqués de Castellane quien despotricaba contra la represión hacia la imprenta y la prensa defendiendo la libertad, ante los cual la Montaña estallaba en aplausos y la derecha gruñía en sus bancos. Luego criticaba los excesos de ciertos periódicos como el Siecle, momento en que vítores y gruñidos cambiaban de bando.
Señala don Benjamín: “El parlamentarismo es en Inglaterra un deber, en Italia una intriga, en España un negocio, en Chile un discurso, pero en Francia es sólo un espectáculo, como la grande ópera, o como la ópera cómica.” Mientras esta sesión se desarrollaba, cuatro ujieres “con espada al cinto y cadena de acero al cuello (sic), no tienen otro desempeño durante la sesión, que repetir de voz en cuello y con incansables laringes estas palabras: Silence, Messieurs – Messieurs, prenez vos places! – Ecouez Messieurs. De todo lo cual los Messieurs no hacen el más mínimo caso”.
Apunta don Benjamín, que en Francia no existen los diputados suplentes, como en Chile en ese momento, por lo que la presencia del parlamentario es imprescindible, no sólo por la dieta que percibe en estricta relación con ella y que puede ser reducida, e incluso suspendida si el honorable es llamado al orden tres veces en un mes, sino que la eventual ausencia de uno de ellos debe someterse a autorización de una comisión y luego ser votada en la Cámara. “Y en Chile que basta con mandar un recado al secretario con la llavera o con nadie!...”
Sin duda la experiencia parlamentaria de don Benjamín lo habilitaba para entender las minucias del reglamento de la Asamblea, los rituales del poder parlamentario y los vericuetos de la lucha política.
Benjamín Vicuña Mackenna
Miscelánea, colección de artículos 1849-1872, tomo II
Luego de describir con pormenores su recorrido matinal por las calles y avenidas de París, don Benjamín llega a Versalles, en uno de cuyos teatros se encontraba instalada por entonces la Asamblea Nacional. Lo primero que le llama la atención es la predominancia del color rojo en el decorado y cortinajes, en los terciopelos y las caobas enchapadas en bronce. Para llamar al orden, se encuentra sobre la mesa del presidente, una campanilla “tan abultada como la de la parroquia de Curacaví” y, en seguida, dos grandes relojes en las testeras del salón. Luego, repara don Benjamín en lo incómodo de los bancos que ocupan los ministros y parlamentarios “sin brazos y apenas con espalda”, comparados con los del Senado chileno. En la platea se sientan “la Montaña a la izquierda del presidente; el Centro, o los liberales moderados, debajo de la claraboya y la Derecha a la diestra de Dios Padre, como gente que cree en Dios y le obedece”. El día que don Benjamín visitó la Asamblea (3 de julio) asistían los parlamentarios recién electos, entre los cuales, nuestro visitante identificó a un tal Manuel Arago que por su aspecto “trájonos a la memoria la talla y la melena de su tío el ciego, rey de los farsantes que han visitado a Chile, porque Orelie es sólo el rey de los payasos” (aludiendo a Orelie Antoine “Rey de la Araucanía y la Patagonia”). Agrega, don Benjamín, que los parlamentarios reciben sueldo: 2.500 francos mensuales, determinados por la presencia en las sesiones. “Nada hay menos revolucionario que los sueldos”, concluye. Al iniciarse la sesión, el griterio era generalizado, mientras un secretario intentaba leer la tabla, otros parlamentarios subían y bajaban del estrado, entre ellos, destaca don Benjamín, al marqués de Castellane quien despotricaba contra la represión hacia la imprenta y la prensa defendiendo la libertad, ante los cual la Montaña estallaba en aplausos y la derecha gruñía en sus bancos. Luego criticaba los excesos de ciertos periódicos como el Siecle, momento en que vítores y gruñidos cambiaban de bando.
Señala don Benjamín: “El parlamentarismo es en Inglaterra un deber, en Italia una intriga, en España un negocio, en Chile un discurso, pero en Francia es sólo un espectáculo, como la grande ópera, o como la ópera cómica.” Mientras esta sesión se desarrollaba, cuatro ujieres “con espada al cinto y cadena de acero al cuello (sic), no tienen otro desempeño durante la sesión, que repetir de voz en cuello y con incansables laringes estas palabras: Silence, Messieurs – Messieurs, prenez vos places! – Ecouez Messieurs. De todo lo cual los Messieurs no hacen el más mínimo caso”.
Apunta don Benjamín, que en Francia no existen los diputados suplentes, como en Chile en ese momento, por lo que la presencia del parlamentario es imprescindible, no sólo por la dieta que percibe en estricta relación con ella y que puede ser reducida, e incluso suspendida si el honorable es llamado al orden tres veces en un mes, sino que la eventual ausencia de uno de ellos debe someterse a autorización de una comisión y luego ser votada en la Cámara. “Y en Chile que basta con mandar un recado al secretario con la llavera o con nadie!...”
Sin duda la experiencia parlamentaria de don Benjamín lo habilitaba para entender las minucias del reglamento de la Asamblea, los rituales del poder parlamentario y los vericuetos de la lucha política.
12.- Manual de Urbanidad y Buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos.
Manuel Antonio Carreño
Nueva York: D. Appleton y Cía. 1868. Colección LRV
Se trata del famoso “Manual de Carreño”, publicado por primera vez en 1853. Su autor, el venezolano don Manuel Antonio Carreño Muñoz, vivió una infancia rodeada de estímulos culturales y artísticos. En consecuencia, el joven Carreño pronto destacó como intérprete de piano, compositor y pedagogo musical, dedicándose posteriormente con tesón, a la formación de su hija, la eximia pianista Teresa Carreño, educada en Europa y Estados Unidos.
Resulta interesante revisar un texto que por generaciones tuvo un estatus de canon del comportamiento y la buena educación de los jóvenes y también de los adultos. La variedad de situaciones reguladas es enorme. Desde los deberes para con Dios y la sociedad, hasta el aseo personal, el modo de conducirse al interior de la casa, durante una visita social, en la mesa, en la ventana, etc. El texto se organiza en capítulos, artículos e incisos, como una suerte de Constitución o Carta Fundamental de la vida del individuo en sociedad. Obviamente responde a su época: pleno siglo XIX, escenario en que se desplegaba el pensamiento ilustrado, empapado de confianza ciega en la ley y la razón, como instrumentos que ordenan la vida de los hombres hacia la felicidad y el progreso. Ello por una parte, pero también es posible encontrar un peso aplastante de lo masculino, en desmedro del rol de la mujer. Pero esto también es propio de la época. Así lo es también el estilo de Carreño: apretado, minucioso, formal y generoso en eufemismos.
Muestras de la rigidez y pormenorizada estrictez del Manual hay muchísimas. Válganos a modo de ilustración las siguientes:
“Así como no debemos nunca entregarnos al sueño sin alabar a Dios... lo que podría llamarse asear el alma... tampoco debemos entrar nunca en la cama sin asear nuestro cuerpo; no sólo por la satisfacción que produce la propia limpieza, sino a fin de estar decentemente prevenidos para cualquier accidente que pueda ocurrirnos en medio de la noche.”
“No brindemos a nadie el asiento de donde acabemos de levantarnos, a menos que en el lugar donde nos encontremos no exista otro alguno. Y en este caso, procuraremos, por medios indirectos, que la persona a quien lo ofrecemos no lo ocupe inmediatamente; sin emplear jamás ninguna frase ni palabra que se refiera o pueda referirse al estado de calor en que se encuentra el asiento, pues esto no está admitido en la buena sociedad.”
“También es un mal hábito el ejecutar durante el sueño movimientos fuertes, que a veces hacen caer al suelo la ropa de la cama que nos cubre, y que nos hacen tomar posiciones chocantes y contrarias a la honestidad y al decoro”.
Manuel Antonio Carreño
Nueva York: D. Appleton y Cía. 1868. Colección LRV
Se trata del famoso “Manual de Carreño”, publicado por primera vez en 1853. Su autor, el venezolano don Manuel Antonio Carreño Muñoz, vivió una infancia rodeada de estímulos culturales y artísticos. En consecuencia, el joven Carreño pronto destacó como intérprete de piano, compositor y pedagogo musical, dedicándose posteriormente con tesón, a la formación de su hija, la eximia pianista Teresa Carreño, educada en Europa y Estados Unidos.
Resulta interesante revisar un texto que por generaciones tuvo un estatus de canon del comportamiento y la buena educación de los jóvenes y también de los adultos. La variedad de situaciones reguladas es enorme. Desde los deberes para con Dios y la sociedad, hasta el aseo personal, el modo de conducirse al interior de la casa, durante una visita social, en la mesa, en la ventana, etc. El texto se organiza en capítulos, artículos e incisos, como una suerte de Constitución o Carta Fundamental de la vida del individuo en sociedad. Obviamente responde a su época: pleno siglo XIX, escenario en que se desplegaba el pensamiento ilustrado, empapado de confianza ciega en la ley y la razón, como instrumentos que ordenan la vida de los hombres hacia la felicidad y el progreso. Ello por una parte, pero también es posible encontrar un peso aplastante de lo masculino, en desmedro del rol de la mujer. Pero esto también es propio de la época. Así lo es también el estilo de Carreño: apretado, minucioso, formal y generoso en eufemismos.
Muestras de la rigidez y pormenorizada estrictez del Manual hay muchísimas. Válganos a modo de ilustración las siguientes:
“Así como no debemos nunca entregarnos al sueño sin alabar a Dios... lo que podría llamarse asear el alma... tampoco debemos entrar nunca en la cama sin asear nuestro cuerpo; no sólo por la satisfacción que produce la propia limpieza, sino a fin de estar decentemente prevenidos para cualquier accidente que pueda ocurrirnos en medio de la noche.”
“No brindemos a nadie el asiento de donde acabemos de levantarnos, a menos que en el lugar donde nos encontremos no exista otro alguno. Y en este caso, procuraremos, por medios indirectos, que la persona a quien lo ofrecemos no lo ocupe inmediatamente; sin emplear jamás ninguna frase ni palabra que se refiera o pueda referirse al estado de calor en que se encuentra el asiento, pues esto no está admitido en la buena sociedad.”
“También es un mal hábito el ejecutar durante el sueño movimientos fuertes, que a veces hacen caer al suelo la ropa de la cama que nos cubre, y que nos hacen tomar posiciones chocantes y contrarias a la honestidad y al decoro”.